El nombramiento de los jueces de la Nación debe realizarse por propuesta del Poder Ejecutivo con acuerdo de las dos terceras partes del Senado, de conformidad con el artículo 99 inciso 4 de la Constitución Nacional. Se trata de un acto complejo que explicita, en el caso de los miembros de la Corte Suprema, uno de los mecanismos de relojería institucional de nuestra organización: dos poderes diferentes, conformados según la voluntad popular, decidiendo (por mayoría calificada) la cabeza del Poder Judicial, llamado a ser el vigía de los derechos individuales y de los excesos de los propios poderes políticos y, en última instancia, judicial.

A su turno, en la reforma constitucional de 1994 se dispuso además que ese acuerdo senatorial sea realizado en sesión pública. Es decir que la designación de un miembro de la Corte requiere -cuanto menos- un acuerdo entre diferentes bloques políticos por la mayoría calificada, un diálogo entre diferentes poderes y la participación de la sociedad civil en verdaderas audiencias públicas, como regula el decreto autónomo 222/2003.

Es de ese complejo proceso del que deriva la legitimidad de los nombrados como jueces del máximo tribunal y la autoridad de sus decisiones. Así las cosas, ¿puede reemplazarse ese complejo mecanismo previsto por la Constitución por un simple decreto?

Adelanto mi respuesta negativa. Este es uno de los casos donde lo procedimental y la sustancia aparecen confundidos de tal suerte que no es válido separarlos. No es un conjunto de atribuciones que se suspende por vacaciones, es un acto institucional que requiere el diálogo entre poderes y potenciar la voz de otros muchos actores. Así lo exige una interpretación auténtica de la Constitución.

La decisión instrumentada por el presidente Macri, además, no puede escindirse de un diagnóstico básico y que señala al hiperpresidencialismo como el verdadero tumor del sistema político nacional. La manera de concebir liderazgos de los argentinos (y su sostenimiento incondicional) ha sido la principal causa de desfederalización económica, de postergación de la división de poderes republicana y de multiplicación de la corrupción estatal.

Dígase finalmente que la incorporación de tratados internacionales al máximo nivel del orden jurídico vuelve obligatorios los precedentes de organismos internacionales, como la Corte de San José de Costa Rica, que ha delimitado en numerosos precedentes las garantías esenciales de la función judicial. El reciente decreto 83/2015 no resiste un test de convencionalidad y remite, cuándo no, a la emergencia como única motivación del incumplimiento de las reglas constitucionales.